Un miércoles 3 de diciembre de 2003. Me disponía alegremente a interpretar la Sarabanda de la Partita N° 2 en re menor de Johann Sebastian Bach, ya mis nervios se habían calmado, había cerca de 100 personas en el auditorio Silvestre Revueltas de la Facultad de Música de la UANL. Era mi turno, me anunciaron, y con la mayor tranquilidad del mundo subí al escenario.
El público aplaudió, hice la obligada reverencia, y comencé a tocar el primer melancólico acorde, seguido de un segundo acorde que parecía que estaba allí para tratar de contrarrestar la melancolía del primero, vino la última nota del primer compás, que esta vez era sólo un ‘si’, continuando con otro acorde un tanto impetuoso que no dejaba de transmitir un profundo sufrimiento.
Trataba de ignorar a la concurrencia, y tocar como si sólo existiera yo en el Auditorio, mientras sentía como los acordes entonaban ese canto luctuoso.
Todo iba bien, pero al llegar al cuarto compás, un tipo de Alzheimer prematuro me atacó, haciéndome parar de súbito, y tranquilamente comencé otra vez, diciendo entre mí:
- No pasa nada -.
De nuevo comencé la Sarabanda tratando de hacerle honor al gran Bach, pero el Alzheimer regresó y se mezcló con un tipo de Parkinson; la mano derecha comenzó a temblarme, y por consiguiente el arco también, me detuve entonces, aunque no llegué a ser presa del pánico. Busqué con la mirada a la ojiglauca Lilia Naydenova, quien angustiada, se acercó, y con un gesto de preocupación me dijo:
- ¿Dónde está la partitura? -.
Le conteste sólo con la mirada. Y la rubia Lilia, impacientada me dio la partitura, pero su tranquilizante mirada decía que aún confiaba en mí. Acomodé la partitura en el atril, y los espectadores tratando de alentarme a seguir, volvieron a aplaudir, y sólo me limité a sonreír agradeciendo, e interpreté, pensando muy seriamente en el suicidio, la melancólica y trágica Sarabanda.